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domingo, 14 de junio de 2015

ARENA

ARENA

   Me desperezo rodeado de millones de individuos completamente iguales a mi. El sol nos calienta, inclemente, sin hacer el más mínimo caso a la brisa marina que, impotente, envía sus desvelos a travès de las dunas. Escucho, nítido, el ronquido de los camiones, de las excavadoras, de los tractores. Me siento de repente alzado en vilo, junto a miríadas de hermanos gemelos, todos de mi misma generación. Nos cubren con un toldo de arpillería áspera y la oscuridad nos envuelve, a todos, durante un tiempo indeterminado. 

   Al llegar la noche siento todavía el traqueteo inquieto que nos transporta llevándonos lejos, quien sabe adónde. Al llegar, días después, nos descargan en una cinta transportadora que produce unos chirridos desgarradores. No podemos taparnos los oídos. Somos distribuidos aleatoriamente en unos recipientes cúbicos de los que salimos a toda velocidad dirigiéndosenos alternativamente a otros mucho más pequeños y de apariencia más acogedora.

   Nuevamente, nos levantan. Ahora a peso. Dentro de estos habitáculos estamos más cómodos, más anchos. Ahora, destapados, me doy cuenta de que somos todos exactamente iguales. Nos han separado por tamaños. Los más grandes se quedaron en tierra. Los medianos han ido siendo descargados a lo largo del camino, siempre por orden de mayor a menor. Ya sólo quedamos dos grupos. Doce cubos de vidrio glaseado, seis i seis. Creo que ahora se desprenderán de los seis que llevan la etiqueta roja. La del mío es verde. Efectivamente los seis cubículos marcados en rojo son recogidos por mujeres vestidas de blanco con la boca tapada.

   Vaya por Dios! Nos estan descargando también. Tres jovencitas de complexión fràgil nos cargan en un auto verde con letras marrones que no acierto a leer. Las puertas traseras se cierran de golpencon estrépito. Otra vez el jodido traqueteo. Después de un rato que no soy capaz de precisar el traqueteo disminuye repentinamente. Ahora parecemos deslizarnos por una pista de hielo pero sé que no es cierto. Hemos llegado a la autopista y todo fluye más delicadamente.

   Al fin, con la luz del amanecer entrando por los resquicios de las ventanillas, despierto perezosamente. Escucho un frenazo suave. Y las puertas se abren. Un señor vestido todo de azul coge dos de los cristalinos cubos. Al poco, vuelve y se lleva otros dos para, finalmente regresar por los dos últimos.

   Me introducen –nos introducen- en una habitación de paredes blancas impolutas. Un operario nos recoge con una paleta y nos pesa en balanzas de precisión hasta alcanzar una medición exacta. Con un pequeño aspirador conectado a un tubo, también de cristal, somos absorbido y transportados a unos pequeños vasos de vidrio esterilizado colocados en unas mesas redondas. Los manipulan de dos en dos soldándolos milimétricamente en posición invertida, quedando pegados sin que se note costura alguna,  por sus partes más estrechas.
Nos ponen a secar en hornos de aire y poco después nos sacan y nos entregan a un hombre más viejo el cual, invirtiendo una y otra vez la posición de los artilugios así construídos, da su visto bueno final. Por fin puedo decir que formo parte de una máquina del tiempo: un reloj de arena de última generación, construido para medir las vidas de los  arrogantes humanos.









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