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domingo, 13 de noviembre de 2016

ÓLIVER

ÓLIVER


Entreabro, despacio, los ojos. El césped huele a lluvia. Salgo al jardín y me desperezo estirando todos mis músculos, que crepitan como ramas en la chimenea. 

Me recuerdo corriendo a esconderme en la leñera cuando mis hermanos mayores  me perseguían después de merendar. Nunca entendí porque siempre la tomaban conmigo. A veces me pisaba los cordones de los zapatos y caía de bruces, recogía mis gafas de culo de vaso llenas de hierba y algún pequeño insecto agonizante adherido. Soplaba sobre los cristales y los limpiaba con el pañuelo de tela que siempre llevaba en el bolsillo, a veces llenos de mocos.

Un año nos regalaron un perro. En Navidad o Reyes, no sé. Mis padres, en paro entonces, aprovecharon que sus amigos granjeros habían tenido una camada para adoptar uno de los cachorros antes de que los enterrasen vivos o los ahogaran en la acequia. Oliver creció babeando mis zapatillas. ¿Por qué sólo las mías? Mis padres tuvieron suerte y nos mudamos a una casa de dos plantas con jardín, valla blanca y videoportero. Un día me quedé sólo. Mis hermanos tenían novias, gemelas también. Mis padres habían salido a cenar con unos chinos que deseaban invertir en la empresa de palomitas de bacalao que habían ideado cuando una palomita salió disparada de la olla yendo a caer en la cazuela del almuerzo del viernes santo. Así pues, estaba sólo. Oliver dormía. Salí al jardín y me acerqué a su casita. Soñaba, a juzgar por las patadas y cabeceos espasmódicos que tiraba. Lo dejé allí y me subí al columpio del jardín, la típica rueda de camión amarrada a la rama de un árbol, el único que teníamos. Cerré los ojos y sentí el balanceo, cada vez màs fuerte, màs alto. Las primeras gotas de lluvia caían frías sobre mi rostro. Abrí la boca y dejé que me inundase la felicidad. De repente, el estrépito. Oliver ladraba enloquecido. No tuve tiempo de verlo llegar. El enorme cuerpo cayó sobre mi y sólo recuerdo las primeras dentelladas. Me vi. Sí, me vi, tragado y siendo deglutido, bajando despacio por aquel  viscoso esófago.

Entreabro, despacio, los ojos. El aroma del césped mojado impregna el jardín.

Soy, ahora, Óliver...