Llegaste. Mientras me desangraba llegaste, con tu cabeza pequeña y tus grandes pechos danzarines. Llegaste.
El disparó me alcanzó algo más abajo del corazón, allá donde duele la hernia de hiato. No supe de donde venía. Estaba solo en la ducha con la mampara cerrada, los postigos de la ventana del baño con los pestillos echados. Sentí el aguijonazo y vi mi sangre mezclarse con el agua caliente, disolviéndose. Pensé un instante: “Psicosis”, “Carrie”. Resbalé hasta el plato mojado, el líquido rosado huía glogloteando por el sumidero. Empleé todas mis fuerzas en contener la hemorragia mientras gritaba tu nombre. Y llamándote reparé en el pequeño círculo hueco del plástico de la mampara. Como pude, miré a través de él y en la pared de enfrente, la que da a la salita, descubrí un circulo idéntico al primero, alineándose con él. Recordé los tres cuadros que tanto te gustaban. Colocados uno encima del otro siguiendo la altura de la pared componían la silueta de un hombre empalmado. Parecía como si el del medio no estuviese en su sitio. El dolor era cada instante más punzante. Llegaste marcando el ritmo de mi agonía con tus pies descalzos, el revólver humeando en tu mano izquierda...
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