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jueves, 9 de noviembre de 2023

LA NIEBLA


Aconteció que llegó la niebla confundidora de voluntades y Fermín encegueció de repente. Todos los colores devinieron en blanco para sus ojos y dicho blanco llenaba todos los rincones. Aprendió a imaginar puntos negros en el horizonte que guiasen sus ahora vacilantes pasos, torpes e inseguros. Conoció cada pliegue de mis manos en los paseos matutinos por el bosque. Entrelazaba sus dedos nervudos con los míos, suaves e hinchados de artritis. No hablaba mucho. Solo decía de vez en cuando "ya están aquí". Y yo "Sí, Fermìn, puedo olerlos". Él decía que los veía, que los puntos negros dibujaban rostros en su retina. Y debía de ser cierto pues sus ojos se volvían azules o verdes según el día y negros de noche. Una mañana, después de bañarlo y mientras peinaba su abundante pelo cano, señaló tras de mí y pude ver el reflejo de una guadaña refulgir en su mirar ausente. “¿Lo ves, Pilar? Ya llegaron”. Y yo “Si, Fermín, siento el almizcle en el viento”.  Las calaveras rientes bajo los negros capuchones nos ofrecieron sus manos, nos llevaron con ellas pasito a paso y los colores volvieron.


miércoles, 17 de mayo de 2023

DOS SIN TRES

  El disparo sonó seco, lejano; sus manos temblaban. Creyó un milagro haber acertado a la primera. El viaje a París había sido rápido y silencioso; el avión privado de propietario desconocido disponía de todas las comodidades que podía imaginar. La vichissoise i el whisky le parecieron mejorables. Los sillones eran cómodos y durmió la mayor parte del trayecto. Montmartre no le pareció esta vez tan especial como en la luna de miel, años atrás. 

      Dejó el cuerpo en mitad de la calzada; se alejó a paso lento con las manos en los bolsillos del abrigo y alcanzó el úber que le esperaba unas calles más abajo, cristales ahumados y mampara opaca que no permitían ver al chófer; sin mediar palabra golpeó dos veces el metacrilato y el coche arrancó. Dos horas tardaron en llegar al aeropuerto. Como si fuese una ruta turística pudo ver de nuevo el Arco de Triunfo, la torre Eiffel y aquella pirámide de cristal que nunca supo qué era. Otro úber lo recogió en Barcelona y lo llevó a las afueras del pueblo, a poco más de una hora. Echado en los viñedos que antaño fueran de su familia despertó, se incorporó y anduvo como un zombie hacia la casa. Entró vacilante y a trompicones; repasó con la mirada que todo estuviera en orden; cogió la foto de la mesita de noche, se echó y lloró su amargura.

   Terminado el encargo, envolvió el revólver en dos capas de papel de cocina más otras cuatro de papel de plata (ya sabemos que es de aluminio pero el vulgo lo conoce más así, no íbamos a escribir papel albal, más popular si cabe).

  Enfiló el camino del puente viejo y bajó la escalinata que conducía a la margen derecha del río. Sabía de un lugar cerca de la fábrica de piensos en el cual confluían su cauce habitual y la salida de residuos de dicha empresa, lugar adecuado, pensaba, para deshacerse del arma. Nadie buscaría por allí, respirando los humeantes y fétidos efluvios de la contaminación. La espuma tornasolada criaba un fango en el que las lombrices se sentían a sus anchas (recuerda fugazmente, de crío, desenterrarlas con el sacho y meterlas en el bote de café con su tapa agujereada para que respirasen. Eran infalibles para pescar las inmensas carpas que remoloneaban cerca de la pútrida superfície).

   El paquete llegó puntualmente el primer día del mes siguiente, tal como habían acordado en aquel lunes desapacible en que había subido por primera vez al rascacielos situado en el centro exacto del pueblo. Dieciseis años fueron necesarios para su construcción, era Jos pequeño al empezarlo y ya hacía tiempo que se afeitaba en cuando estuvo terminado. No se sabía de nadie que viviese allí y, de hecho, a nadie encontró. Subió 48 plantas a pie sin extrañarle la ausencia de ascensores. Estaba citado en la última planta, la 64. Le alivió ver que un minùsculo ascensor individual le permitiría descansar unos instantes.  El acuerdo fue: arma nueva para cada trabajo, nada de pistas, sin huellas, sin rastro.

Abrió el paquete, su segundo paquete después del que contuvo el revólver el mes anterior: un machete vietnamita, una soga de 24mm. de grosor, el sobre con el pago por el trabajo realizado y una nota con las instrucciones precisas para su segunda colaboración. Tras leer ésta pensó que iba a ser más fácil esta vez, ya vencida la congoja del estreno, aunque debería acercarse más a la futura víctima e incluso establecer conracto corporal con ella dada la naturaleza de las nuevas armas.

Johannesburgo se le antojó puro desorde; mansiones de ricos junto a barracas de negros. Desde Mandela todo resultaba confuso. Antes había un orden: los blancos con los blancos y los negros con los negros con la excepción de las negras, las cuales podían entrar en las casonas de aquéllos para trabajar limpiando sus mierdas o bien, las más suertudas, bajo sus sábanas haciendo trabajos manuales y manipulando los miembros blancos y abriendo sus negras piernas. El motorista llevava un pasamontañas azul y en su camiseta relucían las cruces, gamadas por supuesto. Pudo sentarse en el remolque tras la moto de tres ruedas e ir mirando las incongruencias de la ciudad. Llegaron a la edificación tras dos horas de baches y palabrotas entre conductores y transeúntes. No le fue preciso ni tan solo entrar. Descendió del vehículo con el machete en la mano derecha y la soga en la izquierda; rodeó el jardín de cuidado césped y aprovechando la siesta del gordo y seboso director de inmigración le rebanó desde atrás la garganta con un preciso e inesperado  movimiento de izquierda a derecha. Se desangró el puerco en segundos. Feliz por su rapidez, Jos sonrió para sí mismo; hizo una seña al del motocarro y montó como jinete en la tormenta. Ni siquiera le fue necesario utilizar la cuerda. Confiado, la dejó allí mismo, tambuén abandono en el suelo el machete. Sabía que las autoridades iban a culpar al primer negro que deambulase cerca de la escena del crimen. El viaje de vuelta fue tan cómodo y rápido como hubo sido el de su primera misión.

Cuando llegó el tercer sobre ya no temía nada. Se había convertido en un experto matador.  Esta vez el bulto que encontró en la puerta de casa era bastante más grande. Lo abrió con cuidado y con curiosidad. Fiuuuu!! un silbido saluó de sus labios: una katana reluciente como el el sol yun sobre más abultado que el anterior. Sin duda, quienes fueran aquella gente estaban contentos con sus servicios. El próximo destino le sedujo sobremanera: Nueva York. No sabía aún que jamás llegaría a ir. Dentro de unos minutos iba a certificar su renuncia y a emprender un último desplazamiento. Esta vez sin salir siquiera del pueblo. Sólo debería encaminar sus pasos al centro. Cruzar el único semáforo del pueblo y acceder al edificio.

   Extrajo el fajo de billetes y los contó àvidamente, con  ansia. Pese a haber recibido una exquisita educación no fue capaz de reprimir una exclamación de lo más soez. Un billete y el resto recortes de periódicos escandinavos. Cerca del desmayo, destapó una botella, bebió hasta la mitad, asió con fuerza la katana y encaminó sus pasos al rascacielos. Nadie en el hall, nadie en la ascensión por la interminable escalera, nadie en la cuadragésima planta. Sólo una pequeña nota en el ascensor y una barrera en el rellano advertían de la imposibilidad de continuar más arriba. Planta 48, puerta24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo. La puerta estaba entreabierta, como si le estuviesen esperando. Empujó con violencia y no tuvo tiempo más que para escuchar el conocido chasquido de un revólver al ser amartillado y el estruendo que siguió al último fogonazo al tiempo que una soga de dos colores, blanco y negro de 24 milímetros rodeaba su cuello y un machete vietnamita cosido a un muelle que penduleó desde el techo abría en canal su corazón roto. Cayó pesadamente pensando en las lombrices, el fango y las carpas y sabiéndolo todo desde el principio.


jueves, 9 de febrero de 2023

TRILEROS

¿Dónde está la bolita?, me preguntaba Daniel. Su aura de prestidigitador me aturdía y el fondo de la cuestión era siempre el mismo: ¿Hasta cuándo? Estaba acostumbrado a engañar a los incautos transeúntes guardándose hàbilmente el guisante en el bolsillo. Yo le ayudaba en mi tiempo libre sirviéndole de cebo. Acordábamos de antemano donde se escondía el objeto las tres primeras veces y yo apostaba, acertaba y ganaba siempre, haciendo evidente a los curiosos la facilidad de aprovecharse del pobre chaval que creía poder  engañarles. Luego me alejaba y tomaba el sol en alguna terraza próxima frente a una fresquita caña de cerveza. Él llegaba siempre sonriente, siempre contento y me enseñaba los billetes de todo tamaño, de todo valor, de aquí y de allà -verdes, azules, marrones, $, €, £...

Íbamos luego a cenar a nuestros restaurantes favoritos. Entrábamos a las discos de moda donde no pagábamos porque conocíamos a los dueños o a los encargados, habitantes de la noche como nosotros.

Llegábamos a casa achispados y relucientes. Caíamos sobre la cama abrazados, con el jadeo y el latido del ansia entre la piernas. Yo las abría para él, ténuemente primero, descarada después. Sus dedos entraban en mi como las manecillas de un reloj a las diez y diez y el pulgar buscándome el clítoris y preguntando,siempre -¿dónde está la bolita..?




jueves, 19 de mayo de 2022

KARAOKE

La tristeza y la rabia por el  abandono la habían sumido en un pozo que no la dejó salir de los concisos límites rectangulares de su tálamo matrimonial, que ahora se le antojaba mortuorio. Las sábanas blancas amarillearon y se acartonaron en torno a ella cual mortaja macilenta. Se volvió exangüe su rostro y sus pupilas verdes se rodearon de un blanco roto cruzado de quebradizos filamentos de azafrán. El día que papá llegó y abrió las ventanas del cuarto por poco no se difumina ella en polvo de estrellas, en motas de luz apagada. Papá pegó cuatro gritos, seis, ocho gritos, diez...agarró a Mariela por la descolorida franela del pijama de invierno y la desnudó. Llenó la bañera de agua helada y la sumergió unos instantes. Mari, como él la llamaba, boqueó intentando atrapar el aire que se le escapaba. Varias veces inspiró, sedienta, y cuando sintió llenos sus pulmones salió, desnuda como estaba, y se abrazó al viejo, trémula y reconfortada.
Mariela se maquilla como nunca antes; ante el espejo ensaya sus antiguas artes  de seducción, casi olvidadas, y sale de casa intuyendo vagamente que no va a volver.
Mientras tanto, Mario toma la enésima cerveza en el  decadente karaoke...

jueves, 12 de mayo de 2022

GROSELLA EN LOS LABIOS

Siente la lluvia por dentro y por fuera. A fuerza de negar el sol la húmeda sensación permanece y aumenta, royendo sus entrañas. Estaba tan tranquila y esperanzada. Si lo hubiese sabido, imaginado siquiera... No deseaba gran cosa, una charla amena, unas tapas, unos ojos verdes (no imprescindibles) y unos refrescos. Una tarde divertida. Una primera cita a ciegas que sólo fuese un comienzo. La había abducido con zalamerías que dio por ciertas y se abrio en canal bajo el paraguas de la nube de los deseos. Quién se lo iba a decir a ella, tan pragmática, tan antigua. Pero la vorágine la engulló y cuando presintió que debía echarse atrás ya fue tarde. Abrió su casa a una última copa para él, la primera para ella. Se perdió un instante en el baño y ya no vio nada más. Al despertar observa en la mesita los dos vasos -vacio el suyo, lleno el del hombre- y comprende el sabor de grosella en sus labios. Entiende el dolor en su vientre mientras busca bajo la cama las bragas perdidas. No encuentra ni rastro del desgraciado, tan solo unas gotas de pis en el baño antes de bajar la tapa.

jueves, 10 de marzo de 2022

DESDE EL PESCANTE DE LA DILIGENCIA

Contaba mi padre que conoció a Billy el Niño. Lo había llevado de Nuevo México  a Arizona al morir su madre. Sólo era un adolescente en busca de trabajo y papá le dejó viajar a su lado y le enseño a manejar el látigo y las riendas. Billy decía que de mayor tendría su propio rancho. Cuando los asaltantes detuvieron la diligencia, nadie se movió. Levantaron todos sus manos y Billy silbó, disimulando. Miss Presley recibió un balazo que le partió la tráquea y su amado no llegó a conocerla carnalmente, ni hubiese podido pues el segundo disparo de los forajidos le arrancó de cuajo los huevos. Mientras uno de los bandidos vigilaba, los otros registraban los equipajes. Parece ser que al vigilante le llamó la atención el silbo de Billy y le inquirió sobre dónde había escuchado esa canción, una vieja balada irlandesa. No debió el hombre bajar la guardia pues Billy, haciendo ademán de ir a contestar, asió el revólver de papà y disparó cuatro veces: el irlandés, los dos ingleses y el negro sembraron de sangre el polvoriento camino.  Billy, catorce años, iniciaba una leyenda. Papá siempre nos contaba que desde el pescante de la diligencia se ve todo más claro y ese día más que nunca.

jueves, 10 de febrero de 2022

LA CAMPANILLA DE CASCABEL

LA CAMPANILLA

Suena la campanilla. Oigo lamentos quejumbrosos salpicados de terribles maldiciones. Desciendo despacio la escalera conteniendo la respiración. La moqueta amortigua mis pasos, lentos comparados con el galope desenfrenado de los latidos de mi corazón. El árbol caído y los adornos esparcidos caóticamente alfombran el salón. Me acerco sigiloso y lo encuentro tendido en el piso agarrándose la pierna, la sangre disimulada en el rojo pantalón. Papá me enseñó a pescar de pequeño y he colocado un cascabel en la punta de la estrella del árbol. No estaba seguro de que funcionara pero sabía que en cuanto el cepo se cerrara caería. Doy la vuelta al hombre colocándolo boca arriba  y estiro su barba blanca la cual no se desprende, contrariando mis espectativas.  Por la ventana asoma una cabeza de reno con los ojos como platos...