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sábado, 23 de abril de 2016

LECHUGAS

   Jesús corta la lechuga a cachitos pequeños antes de introducirlos en el escurridor de verduras. Haciéndolo, se acuerda de las mañanas de agosto con su abuelo, en el huerto. Arrancaban las escarolas de raíz y las limpiaban en el agua de la acequia antes de comerlas, hoja a hoja. Después cogían algunos higos. Los abrían por la mitad con las manos y su forma hacía pensar a Jesús en algo lleno de misterio que aún no vislumbraba. Años más tarde lo entendió en aquel bar de luces rojas adonde lo llevó su padre, como el abuelo lo había llevado a él. Así se hacían las cosas antaño. Ahora es más fácil joder, joder!
   
   Aliña la ensalada y se sienta en su sillón al lado del televisor. Coloca el bol en la mesa de centro, previamente cubierta con el mantel individual y busca el control remoto. Recuerda ahora cuando su padre lo hacía levantar una y otra vez para cambiar de canal -el primero o el segundo, no había más- hasta que se pergeñó una vara lo suficientemente larga y manejable con la cual hacerlo él mismo sin necesidad de levantarse.

   Se levanta y se dirige a la cocina  arrastrando los pies para que no  se le salgan las pantuflas. No hay higos en esta época. Coge dos plátanos y regresa traginando el dolor de sus lumbares. Se sienta otra vez.  El gato lo mira bostezando y se da la vuelta como diciéndole que no arme escándalo. Recuerda las manos de Marisa buscándole el escroto y aquella boca casi sin labios degustando su virilidad durante tantos años. 

   Marisa murió una mañana de verano, antes de que llegara agosto y los higos. Jesús cambió las escarolas por lechugas sin sabor que debía limpiar con aquel artefacto centrifugador. Enciende siempre el televisor pero no lo mira. Tan solo el gato le lame la cara con su rasposa lengua cuando se le viene en gana. El resto del tiempo come, bosteza y duerme.

   Jesús se tumba en el sofà dejando en la mesa las pieles de dos plátanos remaduros...