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sábado, 14 de febrero de 2015

ALBA

ALBA

Alba corría desnuda por el pequeño descampado buscando desesperadamente la protección de los árboles. Había visto el resplandor de aquellos ojos sobre su cuerpo. También, el centelleo de los fusiles en la oscuridad de la madrugada. Sin tiempo para vestirse, se levantó de un salto y huyó por una salida trasera en dirección a la selva, a unos cincuenta metros. Siempre dejaba abierta esa escapatoria. Sabía muy bien lo que querían, aquellos hombres, y no era su cuerpo, que también, sino su alma, su vida. No le daban miedo los hombres de las cimitarras, aquellos que tan pronto eran capaces de abrirse camino en medio de la más tupida vegetación como de descapitarte de un solo corte. Temía infinitamente más a aquellos que llegaban tras ellos con  las sierras mecánicas y los tractores, enormes. Detrás de ellos -como de Atila y su caballo, Othar- no volvía a crecer la hierba. Alcanzó por fin el árbol marcado con una➰ que sólo ella sabía encontrar, asió la liana que tanto conocía y trepó con una gran agilidad, fruto de la práctica. En lo alto, entre dos ramas anchas y resistentes se había construido, poco a poco, un refugio -una especie de nido hecho de ramas y lianas entretejidas. Le era muy útil cuando aparecían aquellos individuos. Siempre tenía, por si acaso, unos cuantos cocos y agua dentro de un cántaro de barro que mantenía refrigerado cubriéndolo de hojas en los lugares donde nunca llegaba la luz solar. Nunca sabía cuánto tiempo, horas o incluso días debería permanecer allí escondida. Felizmente sólo tenía que alargar las manos para tomar los frutos y bayas comestibles que le permitirían no morir de hambre.

   Alba había estudiado farmacia y había obtenido muy buenas notas. Pero conoció los malos tiempos para los licenciados. Los farmacéuticos apenas tenían para sobrevivir, cansados ​​de financiar unos costes que correspondían a las administraciones públicas y que nunca acababan de cobrar. En estas condiciones, muchos de ellos no podían permitirse contratar empleados.

 Por otra parte, ya casi no le quedaban ahorros. Pronto no podría pagar su parte del piso que compartía con otros dos estudiantes y con sus padres ya no podía contar, apenas tenían ellos para ir sobreviviendo. Ramón, el muchacho con quien salía, le había puesto cuernos porque no quería mantener relaciones sin condón y ella -sola, cansada y asqueada- veía pasar su juventud como una pesadilla intranscendente.

   El día que tropezó con aquel anuncio no lo dudó. Una ONG que luchaba y denunciaba la tala y deforestación de la selva amazónica por parte de las multinacionales de la madera y la búsqueda indiscriminada y cruel de nuevos yacimientos petrolíferos. Envió el cuestionario y un mes más tarde cogía un vuelo con destino Brasil. 

   Todo marchaba de fábula los primeros años. Se enrolló con un chico de su edad, un francés que susurraba las sssss como nadie y eran muy felices. Se peleaban con los sicarios nativos (cobardes, supersticiosos y fácilmente sobornables) de las empresas extranjeras y los hacían huir. Después reían y se hacían el amor rodeados de mosquitos. Y nada más les importaba. 

   Un día llegaron unos enormes camiones devastando todo a su paso. Los gigantes, vestidos de camuflaje, Vaciaron sus ametralladoras arriba y abajo, a derecha e izquierda. Nadie en el campamento sobrevivió salvo Alba que pudo trepar al árbol mágico que la cobijaba en sus encuentros amorosos con el francés.  Permaneció escondida tres días sin agua ni comida. Fue entonces cuando pensó en hacer el cántaro y tener siempre una cantidad respetable de cocos a mano.

   Todo esto pensaba en su escondite, ahora. Esta vez la habían visto huir y la persiguieron ferozmente. Los veía debajo del árbol con los perros olfateando unas bragas. Parecían despistados. Esta vez, sin embargo, llevaban un arma más efectiva. Un gorila albino adiestrado en olores de fluidos y flujos menstruales.

   Los perros no sabían subir a los árboles. El gorila, sí. 

   Y la juventud de Alba, cerca ya de los treinta años, se fundió en los alaridos de las almas de los papagayos y en el tenue espejismo de la luz del sol penetrando la hojarasca...