Abre la puerta. Se descalza, zapatos, medias, falda. Se sumerge en la mullida piel del sofà y solloza abrazada al cojín. El alfėizar de la ventana reluce sonriendo a la luna, impertérrito. No hay tiestos ni flores ni enredaderas. Dentro, sólo el fru-fru de la blusa y el rastro de la ropa interior camino del baño. Agua caliente disolviendo sudor de mujer sin aliento, acogiendo las lágrimas de la tarde que huyen desagüe abajo arrastrando la esperanza y las últimas palabras del traidor: “Vete, Justina, vete”.
Poseída por el vaho denso y acogedor se mece a escasos suspiros de la gloria en su desamor. La despierta un estrépito en los cristales y sale de la ducha trastabillando. Resbala en el pasillo, se incorpora y corre. En la ventana espera Rafi, revolver en mano, recreándose. “No lo hagas. Me fui, como quisiste”.“Para siempre, Justina, para siempre. He venido a ayudarte.” Se relame, siente un crujido en la garganta y un vacío en los ojos, dolor. Se echa hacia atrás y cae, golpeando con el cráneo el grifo de la manguera, al césped. No ha oído el aterrador bufido.
“Bola, bolita mía, ven con mamá”. Justina toma la gata en sus brazos y la siente rornronear sobre sus pechos enjabonados.
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