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miércoles, 17 de mayo de 2023

DOS SIN TRES

  El disparo sonó seco, lejano; sus manos temblaban. Creyó un milagro haber acertado a la primera. El viaje a París había sido rápido y silencioso; el avión privado de propietario desconocido disponía de todas las comodidades que podía imaginar. La vichissoise i el whisky le parecieron mejorables. Los sillones eran cómodos y durmió la mayor parte del trayecto. Montmartre no le pareció esta vez tan especial como en la luna de miel, años atrás. 

      Dejó el cuerpo en mitad de la calzada; se alejó a paso lento con las manos en los bolsillos del abrigo y alcanzó el úber que le esperaba unas calles más abajo, cristales ahumados y mampara opaca que no permitían ver al chófer; sin mediar palabra golpeó dos veces el metacrilato y el coche arrancó. Dos horas tardaron en llegar al aeropuerto. Como si fuese una ruta turística pudo ver de nuevo el Arco de Triunfo, la torre Eiffel y aquella pirámide de cristal que nunca supo qué era. Otro úber lo recogió en Barcelona y lo llevó a las afueras del pueblo, a poco más de una hora. Echado en los viñedos que antaño fueran de su familia despertó, se incorporó y anduvo como un zombie hacia la casa. Entró vacilante y a trompicones; repasó con la mirada que todo estuviera en orden; cogió la foto de la mesita de noche, se echó y lloró su amargura.

   Terminado el encargo, envolvió el revólver en dos capas de papel de cocina más otras cuatro de papel de plata (ya sabemos que es de aluminio pero el vulgo lo conoce más así, no íbamos a escribir papel albal, más popular si cabe).

  Enfiló el camino del puente viejo y bajó la escalinata que conducía a la margen derecha del río. Sabía de un lugar cerca de la fábrica de piensos en el cual confluían su cauce habitual y la salida de residuos de dicha empresa, lugar adecuado, pensaba, para deshacerse del arma. Nadie buscaría por allí, respirando los humeantes y fétidos efluvios de la contaminación. La espuma tornasolada criaba un fango en el que las lombrices se sentían a sus anchas (recuerda fugazmente, de crío, desenterrarlas con el sacho y meterlas en el bote de café con su tapa agujereada para que respirasen. Eran infalibles para pescar las inmensas carpas que remoloneaban cerca de la pútrida superfície).

   El paquete llegó puntualmente el primer día del mes siguiente, tal como habían acordado en aquel lunes desapacible en que había subido por primera vez al rascacielos situado en el centro exacto del pueblo. Dieciseis años fueron necesarios para su construcción, era Jos pequeño al empezarlo y ya hacía tiempo que se afeitaba en cuando estuvo terminado. No se sabía de nadie que viviese allí y, de hecho, a nadie encontró. Subió 48 plantas a pie sin extrañarle la ausencia de ascensores. Estaba citado en la última planta, la 64. Le alivió ver que un minùsculo ascensor individual le permitiría descansar unos instantes.  El acuerdo fue: arma nueva para cada trabajo, nada de pistas, sin huellas, sin rastro.

Abrió el paquete, su segundo paquete después del que contuvo el revólver el mes anterior: un machete vietnamita, una soga de 24mm. de grosor, el sobre con el pago por el trabajo realizado y una nota con las instrucciones precisas para su segunda colaboración. Tras leer ésta pensó que iba a ser más fácil esta vez, ya vencida la congoja del estreno, aunque debería acercarse más a la futura víctima e incluso establecer conracto corporal con ella dada la naturaleza de las nuevas armas.

Johannesburgo se le antojó puro desorde; mansiones de ricos junto a barracas de negros. Desde Mandela todo resultaba confuso. Antes había un orden: los blancos con los blancos y los negros con los negros con la excepción de las negras, las cuales podían entrar en las casonas de aquéllos para trabajar limpiando sus mierdas o bien, las más suertudas, bajo sus sábanas haciendo trabajos manuales y manipulando los miembros blancos y abriendo sus negras piernas. El motorista llevava un pasamontañas azul y en su camiseta relucían las cruces, gamadas por supuesto. Pudo sentarse en el remolque tras la moto de tres ruedas e ir mirando las incongruencias de la ciudad. Llegaron a la edificación tras dos horas de baches y palabrotas entre conductores y transeúntes. No le fue preciso ni tan solo entrar. Descendió del vehículo con el machete en la mano derecha y la soga en la izquierda; rodeó el jardín de cuidado césped y aprovechando la siesta del gordo y seboso director de inmigración le rebanó desde atrás la garganta con un preciso e inesperado  movimiento de izquierda a derecha. Se desangró el puerco en segundos. Feliz por su rapidez, Jos sonrió para sí mismo; hizo una seña al del motocarro y montó como jinete en la tormenta. Ni siquiera le fue necesario utilizar la cuerda. Confiado, la dejó allí mismo, tambuén abandono en el suelo el machete. Sabía que las autoridades iban a culpar al primer negro que deambulase cerca de la escena del crimen. El viaje de vuelta fue tan cómodo y rápido como hubo sido el de su primera misión.

Cuando llegó el tercer sobre ya no temía nada. Se había convertido en un experto matador.  Esta vez el bulto que encontró en la puerta de casa era bastante más grande. Lo abrió con cuidado y con curiosidad. Fiuuuu!! un silbido saluó de sus labios: una katana reluciente como el el sol yun sobre más abultado que el anterior. Sin duda, quienes fueran aquella gente estaban contentos con sus servicios. El próximo destino le sedujo sobremanera: Nueva York. No sabía aún que jamás llegaría a ir. Dentro de unos minutos iba a certificar su renuncia y a emprender un último desplazamiento. Esta vez sin salir siquiera del pueblo. Sólo debería encaminar sus pasos al centro. Cruzar el único semáforo del pueblo y acceder al edificio.

   Extrajo el fajo de billetes y los contó àvidamente, con  ansia. Pese a haber recibido una exquisita educación no fue capaz de reprimir una exclamación de lo más soez. Un billete y el resto recortes de periódicos escandinavos. Cerca del desmayo, destapó una botella, bebió hasta la mitad, asió con fuerza la katana y encaminó sus pasos al rascacielos. Nadie en el hall, nadie en la ascensión por la interminable escalera, nadie en la cuadragésima planta. Sólo una pequeña nota en el ascensor y una barrera en el rellano advertían de la imposibilidad de continuar más arriba. Planta 48, puerta24, no pensaba tener que volver aquí de nuevo. La puerta estaba entreabierta, como si le estuviesen esperando. Empujó con violencia y no tuvo tiempo más que para escuchar el conocido chasquido de un revólver al ser amartillado y el estruendo que siguió al último fogonazo al tiempo que una soga de dos colores, blanco y negro de 24 milímetros rodeaba su cuello y un machete vietnamita cosido a un muelle que penduleó desde el techo abría en canal su corazón roto. Cayó pesadamente pensando en las lombrices, el fango y las carpas y sabiéndolo todo desde el principio.


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